2 de abril: “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas”
Pasado y presente
¿Cuánto tarda nuestro propio tiempo en entrar en la historia? No quedan dudas de que algunas marcas todavía demasiado actuales van a transformarse en cicatrices que llevaremos como signos permanentes en nuestro cuerpo. La más actual de esas cicatrices es la Guerra de Malvinas, que comenzó con el desembarco de las tropas argentinas en esas islas el 2 de abril de 1982.
El gobierno dictatorial ya llevaba casi seis años en el poder y estaba muy debilitado ante la opinión pública cuando asumió Leopoldo Fortunato Galtieri como Presidente de nuestro país. La crisis política y económica indicaba claramente que era necesario un regreso de la democracia, las protestas y los reclamos eran cada vez más intensos. Por ese motivo, se suele comprender el desembarco del 2 de abril como una estrategia mediante la que Galtieri intentó conseguir apoyo popular y ganar legitimidad en un presente complicado, seguramente sin suponer que se iba a desencadenar una guerra.
Toda política es, una política de los afectos, y esto también se verifica cuando se apela a las esperanzas de un pueblo, a los miedos de los ciudadanos, a las alegrías de la participación en una causa común. Cuando otras formas de generar consensos y apoyos políticos fallan, el impacto de un fenómeno de gran valor afectivo puede lograr asentar un poder que se desmorona. Y en torno a las Islas Malvinas, había una larga historia de orgullo nacional herido que se aprovechó muy bien.
¿Cómo transformar la vergüenza y la bronca en orgullo? ¿Existe una fórmula para canalizar afectos a favor de un orden político determinado? Las causas nacionalistas, en las que se presenta un claro enemigo extranjero al que hay que combatir, suelen ser muy exitosas a la hora de unificar a la población bajo el mando de un líder. La fervorosa unificación producida por la recuperación de las islas seguramente era producto de algo más que lo que ese territorio podía significar.
Territorio y Soberanía
Lo que parece ser claro es que, para muchos argentinos, Malvinas es una causa territorial siempre pendiente, como si algo de lo que somos o creemos ser permaneciera incompleto o ausente mientras no vuelvan a ser parte de lo que una vez fuimos.
Creo que no hay forma de completar plenamente este mapa imaginario para que llegue a ser algo definitivo, sin fisuras; pero Malvinas parece ser no sólo un déficit o un hueco en la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino aún peor, un territorio nuestro gobernado por un país extranjero. La amenaza de un poder que no podemos controlar y al que en última instancia no podemos dejar de temer, en nuestra propia casa. Hay algo-otro entre nosotros. Y esto no sucede porque efectivamente se haga presente en nuestras vidas un gobierno extranjero; en todo caso hay una porción de nuestro territorio sobre el que no podemos mandar, que se escapa de nuestra soberanía.
Habrán escuchado que el problema de Malvinas es un problema de “soberanía”. Se trata de una disputa, de una batalla por el control legal y territorial sobre un espacio. ¿Quién manda, quién es soberano, quién es el rey de estas tierras? Ser soberano quiere decir justamente poder hacer coincidir la tierra con la ley, ser capaz de decir: “estas son las reglas de esta casa”. Ser soberano es poder sancionar lo que la ley manda, tener el monopolio de la fuerza para castigar a quienes la infringen y, en última instancia, penalizar la ilegalidad con la muerte. Y una de las decisiones más importantes que un soberano puede tomar para defender su territorio y a sus súbditos es la de declarar una guerra. Si eso sucede, el soberano tiene el derecho –es decir, puede obligar legítimamente– a enviar a sus súbditos a una guerra en la que quizás mueran, para mantener esa integridad territorial de la que hablábamos.
Heroísmo y deserción
Hoy se conmemora al 2 de abril como el “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas”. No se trata de pensar directamente en nuestra soberanía o en la recuperación del territorio, sino de rendir homenaje a quienes dieron su vida en la guerra. Normalmente lo que se espera es que el Estado proteja la vida de sus ciudadanos; sin embargo, en situación de guerra esa normalidad se interrumpe y se les pide a algunos de esos ciudadanos que arriesguen su vida por la Patria.
¿Cómo es posible que estemos dispuestos a sacrificar la propia vida, si es lo más preciado que tenemos? Quizás tengamos que contemplar la posibilidad de que haya algo aún más valioso que conservar la vida. No es cómodo pensar en estos términos, pero seguramente algo del orden de lo heroico indique una forma diferente de valorar. ¿Puede ser el grado más alto de la vitalidad humana una cercanía de este tipo con la muerte? ¿Cuál es el lazo que une la intensidad afectiva de un pasado compartido, la pregunta por la posibilidad última del mandato jurídico sobre un territorio y el arrojo que puede ser necesario para realizar actos extraordinarios que pongan en riesgo nuestra propia vida? Quizás la respuesta nos incomode: es la guerra lo que parece anudar estas experiencias con más fuerza. Eso significa que apenas hemos comenzado a pensar sobre este tipo de violencia y sobre la manera en que nuestra vida puede tener vínculos con ella mucho más estrechos de lo que sospechamos.
*Este texto pertenece al libro de Diego
Singer Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela,
publicado este año por la editorial Nido de Vacas.
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